HABLEMOS DE SEXO
Dr. Finalyson-Fife Septiembre 21, 2021
Pienso mucho en el sexo, aunque quizá no de la misma manera que otras personas.
En particular, pienso mucho en por qué a la gente le gusta o no le gusta tener sexo,
qué enciende el deseo y qué lo sofoca. Como terapeuta, casi a diario me reúno con
personas que intentan comprender por qué no les gusta tener sexo, por qué a su pareja
no le gusta tenerlo o por qué a su pareja sí le gusta. A veces es una pregunta difícil de
responder, además de dolorosa para muchas parejas.
Mi investigación doctoral se centró en la cuestión de la autonomía sexual de las
mujeres mormonas. Es decir, la capacidad de las mujeres Mormonas para ser
participes en el ámbito sexual, para actuar en su propio beneficio en un contexto de
conservadurismo sexual y patriarcado. Si bien algunas mujeres mormonas
prosperaron, la mayoría de las mujeres de mi estudio vieron socavada su relación con
su propia sexualidad, ya que habían interiorizado el mensaje de que el erotismo y el
deseo son poco femeninos y ponen en riesgo su atractivo, un rasgo esencial de la
feminidad. Según el feminismo radical (un marco fundamental en mi investigación), los
patriarcados oprimen a las mujeres mediante la ideología de los roles de género; las
nociones de comportamiento femenino apropiado socavan la relación de las mujeres
con su sexualidad y consigo mismas. Por ejemplo, en el patriarcado, se construye la
imagen del hombre como naturalmente dominante, asertivo, fuerte e inherentemente
sexual, mientras que la de la mujer se construye como protectora, altruista, deferente y
virtuosa. Es decir, se enseña a las mujeres que son naturalmente menos sexuales que
los hombres, carentes inherentemente de deseo hedonista e incluso moralmente
superiores a la supuesta depravación de la sexualidad masculina. Si bien esta
prescripción cultural aprueba superficialmente la naturaleza femenina, deja a las
mujeres poco margen para experimentar, expresar o integrar legítimamente su propio
erotismo. Ser femenina implica reprimir o desconectarse del deseo sexual, o
avergonzarse de su presencia.
Esta represión teórica del deseo y el conocimiento sexual coincidió con las
experiencias de la mayoría de las mujeres Mormonas en mi investigación. También
concuerda con gran parte de mi clientela Mormona. En mi experiencia, muchas mujeres
Mormonas, si no la mayoría, tienen dificultades antes del matrimonio y durante el
mismo para integrar una sexualidad y un deseo legítimos. Muchas desconocen su
propia capacidad para el placer y se limitan a explorar y apropiarse de esta parte de sí
mismas, incluso cuando sus esposos las animan y desean abiertamente una mayor
conexión sexual. Esta inmadurez sexual puede, por supuesto, causar una profunda
frustración con una pareja con mayor deseo; pero, en mi opinión, un problema mayor
es que representa una relación fracturada con una misma, una falta de voluntad para
tener una relación madura con el propio cuerpo, la propia sexualidad y una importante
fuente de fortaleza.
Si bien muchas mujeres Mormonas tienen dificultades para afirmar e integrar su
sexualidad debido a la invalidación cultural del erotismo femenino, otras conocen su
capacidad para el placer e incluso pueden saber qué anhelan sexualmente, pero aun
así carecen de deseo por su cónyuge. Lo que quiero abordar es el tema de la identidad
femenina (también profundamente afectada por el patriarcado) como un factor adicional
en el deseo sexual. Según el autor y clínico Dr. David Schnarch, la identidad es un
determinante más fuerte del deseo sexual que el impulso biológico, tanto para hombres
como para mujeres. En opinión de Schnarch, no importa cuánto deseo físico sintamos;
si creemos que desear a otra persona o tener relaciones sexuales con ella nos
disminuirá de alguna manera, no nos permitiremos desear. O, por el contrario, si
creemos que tener relaciones sexuales o desear aumentará nuestra autoestima,
desearemos. Por ejemplo, es fácil desear cuando estamos saliendo con alguien,
porque además de los factores de novedad e incertidumbre propios de una relación
temprana que aumentan la libido, también percibimos que la unión con la otra persona
enriquecerá nuestra autoestima. La validación del deseo recíproco de nuestra pareja
nos hace sentir más completos, más importantes; por eso deseamos. Sin embargo, en
el matrimonio, la unión sexual con una pareja con mayor deseo puede hacernos sentir
rápidamente que nos perdemos a nosotros mismos al tener relaciones sexuales, como
si uno se rindiera ante los deseos y expectativas del otro, adaptándose a su realidad y
afirmándolos a costa de nuestra propia persona. No es emocionante.
Un hombre no está más dispuesto a perderse a sí mismo en la constante complacencia
del deseo sexual de su esposa que una mujer ante un hombre. Por eso algunos
hombres prefieren formas objetivadas de sexo (por ejemplo, la pornografía) a la
intimidad sexual con su pareja: hay menos vulnerabilidad, menos sensación de pérdida
de identidad. Dicho esto, en mi experiencia, las mujeres Mormonas, en un contexto de
patriarcado y una arraigada ideología de roles de género, tienden a sentirse con menos
poder dentro del matrimonio. Muchas mujeres Mormonas no solo tienen menos poder
económico y social que sus esposos (quienes actúan como proveedores y líderes), sino
que también son más propensas a sentirse presionadas a renunciar a sus deseos para
complacer las expectativas ajenas. Esto forma parte del ideal de bondad femenina que
se impone en la cultura de la iglesia, su supuesta abnegación femenina "inherente".
Como dijo el Elder Richard G. Scott, refiriéndose a los numerosos sacrificios que las
esposas y madres hacen por sus esposos e hijos: "Hacen todo esto voluntariamente
porque son mujeres". (“El gozo de vivir el gran plan de felicidad, Conferencia General,
octubre de 1996). Si bien este rol complaciente puede otorgar a las mujeres estatus por
ser lo que se espera de ellas y brindarles cierta seguridad al complacer a quienes las
rodean, no pueden forjar una sólida autoestima mediante la deferencia sistemática a
los deseos ajenos. Ceder ante los deseos de otros para evitar críticas o escrutinio no
es un acto de generosidad ni de fortaleza. Es, en cambio, un reflejo de la incapacidad
de validar la propia legitimidad, y genera resentimiento y perpetúa la inmadurez en el
matrimonio, como mínimo.
Muchas mujeres en esta situación tienen relaciones sexuales con su cónyuge de mayor
deseo. Son obedientes y complacientes, pero carecen de pasión. Es muy difícil hacer el
amor, abrir el corazón o desear a alguien que se considera superior o más fuerte, o que
se percibe que se aprovecha de una misma por no estar dispuesta a desafiarlo. Sentir
que una existe para el placer de otra persona rara vez inspira a las mujeres a explorar
o descubrir su propio erotismo y deseo. Es demasiado costoso. Si descubro (o
expongo) esta parte de mí, ¿me sentiré entonces más obligada sexualmente contigo?
¿Me poseerás aún más porque ya no tendré la excusa de un libido inexistente para
rechazarte? Y si revelo esta parte de mí, ¿acaso no te valido como el más fuerte, el
más capaz, el que siempre supo que yo era sexualmente inmadura o reprimida?
Muchas mujeres, ante estas preguntas, prefieren aferrarse a su identidad renunciando
a su sexualidad y a la relación misma; un acto de desafío muy costoso contra la
pérdida de identidad que exige el patriarcado.
Aunque muchos matrimonios se han modernizado en la Iglesia y funcionan de manera
más igualitaria en comparación con la generación anterior, me sigue sorprendiendo la
persistencia de la desigualdad en muchos matrimonios Mormones. Si bien la inmadurez
matrimonial y los desafíos a la identidad que el matrimonio conlleva no son problemas
exclusivos de los Mormones, el apoyo institucionalizado a la glorificación de la
supuesta incapacidad de las mujeres sí constituye un problema cultural Mormón.
Debemos dejar de actuar como si la verdadera fortaleza de las mujeres socavara los
matrimonios y la maternidad. Debemos dejar de aceptar la impotencia femenina como
una virtud, del mismo modo que consideramos a los niños como buenos: inocentes,
indefensos e inofensivos. Despojamos a las mujeres de su fortaleza y autonomía en el
discurso de género y luego les pedimos a los hombres que las cuiden. Esto puede
generar una ética de dependencia y deferencia en las mujeres y, por lo tanto,
potencialmente menos conflictos manifiestos en los matrimonios. Sin embargo, en mi
experiencia, no crea personas fuertes, familias fuertes ni matrimonios apasionados y
estables.